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Cuentáme un relato

julio de 2024


El verano es la época de vacacionear, de leer cosas entretenidas y hermosas que nos deje una media sonrisa. Por esta razón, abrimos una nueva sección en nuestro blog que se llama ‘cuentános una historia, y nos encantaría tener una interacción con nuestros lectores y saber si os ha gustado o no, si preferís otras temáticas y en definitiva si os ha entretenido.


Empezamos, con una historia maravillosa que ya se ha publicado en este blog, pero a través de un enlace y tal vez no es demasiado accesible, pero esta vez podéis acceder desde nuestro blog directamente. La historia es del autor José Antonio González Sánchez, y es un relato de amor durante la guerra civil en el escenario de la Iglesia Rota


Preterito imperfecto


Hacía ya más de dos meses que el frente sudoeste de Madrid estaba estabilizado. Salvo algunas incursiones, que Lister y el Campesino hacían en la zona de Villaverde, las líneas se mantenían firmes. Diferentes puntos, salpicados por la línea de fuego, hacían de bastión de la defensa de Madrid, así la orilla del Manzanares, Usera, la iglesia Maris Stella en Pradolongo, el Vértice del Basurero (actual parque de Olof Palme)..., se habían convertido en nidos de ametralladoras que paraban silenciosas, de momento, el avance de las tropas nacionales.


Los soldados lo único que mataban era el tiempo y el frío del otoño, refugiados en las trincheras embarradas con mantas llenas de agujeros..  Fue en esos primeros días de noviembre de 1936, cuando el Coronel Prada con un ejército plagado de norteafricanos -a los que precedía una fama de sanguinarios y violentos- se plantó en el kilómetro 8 de la Carretera de Toledo, esperando la orden para avanzar sobre las defensas de Madrid.



Frente de Usera. Año 1936, otoño


Casi cuatro horas habían pasado desde que el furgón transpuso por la carretera de Villaverde. Era negro, con una cruz roja pintada con brocha. Sin duda se trata de algún vehículo requisado y transformado en ambulancia para la ocasión.


El médico, con el fin de evitar traqueteos innecesarios al soldado herido Julián Ferlosio Sánchez, había decidido dejarle en la Iglesia Maris Stella con la enfermera Lucía, para que le curase y procediese a la inmovilización de la pierna. A la vuelta les recogerían para llevarles al Hospital de Sangre ubicado en el Hotel Ritz, reconvertido tras el desalojo del de Carabanchel. A pesar del esmero y cariño que Lucía ponía, el soldado Julián arañaba el suelo arrancando trozos de ladrillo, intentando aguantar el dolor. Solamente mirar a la cara a Lucía le evadía por momentos del martirio.


El cabo Romero, que por un momento se había quedado mirando la operación, se preguntó si aquella sangre, como toda la que había visto desde que empezó la guerra, serviría para algo.


En la cúpula cuatro milicianos vigilaban con ametralladoras MAKSIM, de fabricación rusa, apuntando al vacío de la tarde. Eran esas horas en que la visión ya engaña por la falta de luz y los campos yermos del otoño se llenan de fantasmas y enemigos.


- ¡Mi cabo! Se acerca un furgón por el oeste. Es de los nuestros.

 

-¿Es la ambulancia? Preguntó el cabo mientras miraba los ojos esperanzados del soldado Julián. El motor diesel se paró en la puerta. No era la ambulancia. Era un camión cargado de soldados.


Un capitán enjuto con chaqueta de cuero y la gorra bajo el brazo, irrumpe en la iglesia con autoridad. El cabo Romero saluda con la marcialidad justa que le permite la desgana de esta maldita guerra y el soldado Julián alza el brazo esperanzado.

El capitán con voz ronca explica:


Esta misma mañana hemos interceptado un tanque enemigo con información:

“El enemigo tiene previsto atacar esta noche nuestra posición del Vértice del Vertedero”. Necesitamos todos los soldados disponibles. ¿Cuántos estáis aquí?-Cuatro soldados, el herido y yo mi capitán.-Usted se quedara aquí para asegurarse de que este soldado sea llevado al hospital, aunque... de las cuatro ambulancias que teníamos dos han caído bajo la artillería enemiga, una en Villaverde Bajo, muriendo todos sus ocupantes y la otra, un socavón de un mortero ha hecho que se le partiera el cárter y quedase inmovilizada.-Los demás. ¡Al camión!


Antes de que el ruido del motor diesel se perdiera en el horizonte, la noche se derrumbó sobre la iglesia, dejándolos frágiles bajo el silencio amenazador. Tan solo alguna luz a lo lejos se atrevía a ser testigo de la batalla que se aproximaba. Un cabo inexperto, un herido que apenas podía arrastrarse y una enfermera que era casi una niña poco podrían hacer ante un ataque en la noche.


Pasado ese primer instante, los tres sabían que esa ambulancia era la suya y que no volverían a ver al médico que les prometió recogerles a la vuelta. Debían estar contentos por no haber estado en esa ambulancia, pero la guerra omite esas alegrías porque siempre vienen rodeadas de tragedias.


Antes de que diera tiempo a más melancolías, el cabo Romero se subió a la cúpula y miró a la noche. Sólo se veía alguna luz a lo lejos y silencio, demasiado silencio.

Abajo, sin romper el silencio, el soldado Julián y la enfermera Lucía, a la luz de un candil de sebo se miraban a los ojos y lamentaban no haberse conocido en algún baile de los que había por Madrid hasta hacia poco.


Cuando la noche afianzó su reinado haciéndose acompañar de una helada, Lucía primero tembló y después se puso a tiritar. Julián le tendió su zamarra sucia y gastada.

La luz del candil de sebo titilaba proyectando con su pobre llama sombras en las paredes.

El cabo Romero reforzó la puerta atravesando unas vigas y amontonó contra ella todo lo que encontró por el suelo.


Casi a tientas volvió a subir a vigilar a la cúpula, la noche iba a ser larga y fría. Cuando Julián y Lucía quedaron solos no tardaron en darse cuenta de que, para sobrevivir a aquella guerra, primero tenían que soportar aquella noche.


Se sentaron el uno junto al otro, muy pegados, juntando los cuerpos sin pudor, tratando que no se escapase el poco calor que generaban. Quisieron que la zamarra de Julián les cubriese a los dos. La amenaza de ser la última noche y la juventud hicieron lo demás. La iglesia por un rato, se lleno de ternura y se olvidaron de la maldita guerra.

El cabo Romero lloró en silencio. Aquel reducto de amor en ese mar de odio le hizo sentirse vivo y recordar a María, su mujer, a la que dejó recogiendo la cosecha, allá por las montañas de la Sierra de Ávila.


Tras la pasión y la ternura vino la calma, y aunque Julián luchó por no dormirse y mantener en la memoria los besos y caricias de Lucía, el agotamiento pudo más y recostado en la pared soñaba con el mar.


Cuando el color del cielo anunciaba el amanecer, en la cúpula de la iglesia sonaron las ametralladoras. Julián despertó sobresaltado y busco a la enfermera, pero Lucia apretaba el gatillo de una Maksim con los ojos cerrados.


Julián saco su pistola y colocándose contra la pared apuntó a la puerta aún cerrada. No llegó a disparar, por una ventana entró una granada que quedó a escasos metros de su pierna entablillada, intentó arrastrarse, pero la metralla le alcanzó de lleno.


El grito de Lucia acabó de rasgar la madrugada. El fuego paró, y los soldados se fueron sin saber el daño que habían hecho en el alma de la enfermera.


Con Julián entre sus brazos, sus ojos azules se convirtieron en un mar.


Año 2000, primavera


El comisario Vicente Romero esperaba su jubilación mirando por la ventana de su despacho. En las aguas quietas del lago de Pradolongo se reflejaba difuminada la recortada silueta de la emblemática iglesia rota que tantos recuerdos le traía.

Según le había contado la sargento Sanz, aquella iglesia había dado muchos problemas en los últimos meses a la comisaría: primero aquellos ocupas que tuvieron que ser desalojados por los antidisturbios y luego la muerte de aquel vagabundo a pedradas a manos de unos jóvenes sin corazón. Y mientras tanto, olvidado en algún despacho el proyecto de rehabilitación, para dotar al barrio de algún servicio.


Unas voces en el pasillo le sacaron del ensimismamiento, se asomó y vio a un viejo forcejeando con dos policías. Se sentó en la mesa sin dar importancia a los incidentes y siguió revisando sus papeles de la jubilación. Tenía dudas si la inactividad le sentaría bien pero necesitaba dejarlo.


-Dos golpes en la puerta.

-Adelante.

-Los papeles que me pidió comisario.

-Gracias sargento. Déjelos en aquella mesa.

-Ve lo que le decía, un nuevo vagabundo pretendía instalarse en la iglesia, le están tomando declaración y seguramente esta noche la pasará a cubierto.

-Se le veía nervioso. ¿Está borracho?

-No, todo lo contrario, es un hombre sensato, pero está muy alterado. La vida a veces nos lleva a situaciones que nosotros mismos no nos hubiésemos creído tiempo atrás.

-Cuando terminen, tráigalo al despacho con una copia de la declaración.

El comisario Romero ya se había leído la declaración cuando Julián cruzó el umbral de la puerta.

-Buenos días.

-Buenos días. Siéntese, por favor.

-¿Es usted D. Julián Ferlosio Santiago?

-Si, señor.

-Su domicilio es la Avenida de los Poblados, 15 2º- A

-Si.

-Eso está aquí al lado.

-Si.

-Entonces... su intención no era instalarse en la iglesia.

-No, pero los agentes así lo han creído, son tan jóvenes. Yo solo quería ver la iglesia de cerca. Hace muchos años venía con mi madre a pasear por los alrededores y la veía llorar y rezar, cuando ella nunca fue religiosa. Me decía que algún día me contaría una historia de esta iglesia, yo era muy pequeño, tendría apenas 8 años. Luego, aquel accidente nos separó para siempre y nunca supe la historia de la que me hablaba. En el hospital cuando agonizaba, me dijo que viniese a Maris Stella, me quiso decir más pero dejó de respirar y todo acabó.


Ahora, ya tengo todo el tiempo del mundo y en cuanto llega la primavera merodeo por aquí. Vi una de las vallas caídas y aproveché para colarme. Pero le aseguro que mi intención no era quedarme, solo quería recordar, porque a estas edades ya lo único que nos quedan son recuerdos.


El comisario no podía creer lo que estaba escuchando.


-Veo en su declaración que ha olvidado escribir el nombre de su padre.

-No, lo que pasa es que no lo conocí, mi madre que era enfermera en plena guerra civil se marchó a París y allí nací yo. Nunca me habló de ese tema.

-Pero su primer apellido...

-Eso sí, alguna vez me dijo que era el de mi padre.


El comisario se levantó y volvió a mirar por la ventana dando la espalda a Julián. Este se quedó quieto retorciéndose las manos, inmerso en sus recuerdos.

-Su madre se llamaba Lucia Santiago Márquez.

-Si.


El despacho quedó en silencio, cada uno con sus recuerdos: Julián con los de su madre y el comisario Romero con los de su padre...


- Julián acompáñeme, tenemos que hablar. Los dos hombres salieron por la puerta de la comisaría sin prisa, la tarde estaba agradable y una ligera brisa traía aromas frescos de primavera. Llegaron a la valla que protegía la iglesia y el comisario la retiró lo suficiente para que pudieran pasar. Allí los jardineros del parque no entraban y la hierba crecía anárquica salpicada de amapolas rojas. Era una iglesia de cruz latina, los ladrillos de las paredes mostraban la erosión de los años, de la guerra, del abandono, de la barbarie. Algunos grafitis de colores rompían el ambiente sereno que allí se respiraba. Sin cruzar palabra, los dos hombres bordearon la iglesia hasta llegar a la esquina opuesta a donde estaba la puerta.


El comisario se paró y agachándose retiró las hierbas de la pared, en aquella parte asomaban algunas piedras de los cimientos de la iglesia. En una de ellas, muy borroso ya, se podía ver una cruz labrada en la piedra con prisas. Julián miró al comisario preguntándose que era aquello. El comisario le señaló las dos letras que había en la cruz una J y una L. De nuevo el silencio. Julián seguía sin entender lo que el comisario le estaba mostrando.


-Sentémonos en aquellas piedras Julián, he de contarle una historia que me contó mi padre hace muchos años y creo que usted es el único que tiene derecho a saberla. Nací en el año 40, cuando mi padre volvió de la guerra encontró a mi madre donde la había dejado, trabajando los campos. Se colocó junto a ella y no quiso volver a salir del pueblo.

Años después, cuando el tiempo hizo perder nitidez a los recuerdos, mi padre nos contó muchas de las historias que vivió, para que lo tengáis presente y no volváis a caer en el error de hacer una guerra, decía.


Entre ellas una se produjo en esta iglesia:


Siendo él, cabo del ejército republicano, fue testigo del amor de una enfermera y un soldado: Julián Ferlosio Sánchez y Lucía Santiago Márquez, nunca olvidaría sus nombres...

Por la cara de Julián se deslizaron unas lágrimas furtivas, mezcladas con la sensación de paz que da llegar a la meta

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